¿Por qué nos metemos en este lío?

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Jugando al fútbol en Kwetu

1) En Kwetu

La jornada de hoy en Nairobi ha sido tremendamente intensa. Me he levantado a las 5,30 (hora de Kenia, ¡las 3,30 en España, que es donde se encontraba mi biorritmo!). Me encontraba tan cansado que he decidido desaparecer un rato tras el desayuno. El  día anterior, con mi cena con los Oloo, había llegado a las 11 de la noche a casa y mi viejo cuerpo pide tregua.

A las 12 me he digido a Kwetu. La directora (Sister Carol) y yo hemos compartido sueños. También se encontraba Stephen, el administrador. Hemos hablado de su gran preocupación, y de las mías. La de ellos (y la mía) es el elevado índice de niños que tras sus dos años aquí terminan volviendo a la calle. «Se nos rompe el corazón por esto», me reconocía la monja, una keniana de mediana edad y de sonrisa muy optimista. Me daba razones: la pobreza de esas familias, el que algunos no vuelvan con sus padres sino con parientes que no se interesan por ellos, ¡el que algunos padres renuncien a esos hijos que ya consideran perdidos! (me contaba, muy dolida, que al entierro del pobre Kevin el padre llegó con retraso de casi dos horas, la madre no quiso ni acercarse al féretro, y fueron las monjas y los niños los que se acabaron encargando de todo, gastos incluidos).

Al final los chavales se inclinan por lo que ya conocen: la calle. Bastantes vuelven allí durante el periodo de vacaciones (el más crítico en una familia sin ingresos, porque no pueden alimentar a los niños), para reintegrarse en el colegio durante el curso. Otros, muchos, se pierden. Se nos rompe a los tres el corazón. Pero los audaces también actúan, y por eso surge rauda la pregunta: «¿Qué podemos hacer?».

Samuel: acaba Kwetu y va al colegio. ¿Volverá a la calle?

Ahí la palabra mágica es ‘sostenibilidad’, buscar maneras para que Kwetu produzca dinero. Me dice Sister Carol que ha estudiado economía agrícola, y que lo sabe todo sobre cultivos. Que por eso mismo le extraña que las tierras de Kwetu en Ruai produzcan tan poco: han empezado a replantearse lo que hacen, a tomar cartas en el asunto…, y va a funcionar. Me veo hablando, yo que soy filósofo, de raíces, cultivos, aguas, un estanque en el que podríamos criar peces. ‘Nada humano me es ajeno’ decía Terencio. Y otros modos de hacer crecer esa dimensión viva: construir un gallinero (me mandan la propuesta), cambiar las vacas por vacas más lecheras y comerse a las presentes improductivas, etc.

De todos modos, el proyecto principal es el de los paneles solares. Para Kwetu el tercer gasto más elevado (después de educación y comida) es la electricidad. Y yo les digo: «Seguir empujando para tener cuanto antes el presupuesto. Cada mes que pasa, dinero que perdéis, y deberíais usarlo para otros fines » (pagar profesores y trabajadores sociales, para crear así un verdadero proyecto, es el que yo más quiero). Nos va a costar, calculo, unos 40.000€. ¿De dónde saldrán? No me importa, saldrán, que es lo necesario.

 

2) Jane Njeri, mis dudas

Tras esta reunión, a eso de las 13,00, viene a verme Jane Njeri. Llevamos ya dos años de relación. Ella aporta a los niños (sus nueve hijos, sus sobrinos también) y yo busco los medios. Son un matrimonio mayor para los estándares locales. Su primera hija tiene 30 años. La pequeña apenas 15 meses. Entre medias hay otros 7 en edad escolar. El marido perdió el trabajo por su alcoholismo y nunca ha sido capaz de encontrar otro, aparte de los que tiene en sueños. Él gana 1,5 € al día. Ella, tras el último parto y varias enfermedades anteriores, se ha puesto a trabajar en una ‘tienda’ (uso los signos porque es un puesto en el que solamente se venden tomates), haciendo tal vez otros 2 € diarios. ¿Cómo se alimenta a 8 niños y 2 adultos con 3,5€ por jornada? Durante el curso gracias a que les enviamos al colegio: las vacaciones son sin embargo un drama.

Jane, 49 años, 8 hijos, en Karibu Sana desde el principio

Esta mujer, ya muy cansada, ha venido a verme sola, sin sus hijas que me adoran, porque no tenía dinero más que para un billete. Me ha enseñado la propuesta de escuela para los más pequeños. ¡Demasiado cara!, le he tenido que decir: el precio de esa escuela (al cambio unos 50/60€ al mes por niño) está muy por encima de los 12/20€ que normalmente pagamos por los alumnos de primaria. Son cinco hermanos: 250€ al mes, 750 por trimestre. «¡No puedo!», le digo, «¡Tengo con ellos a 107!». Además los tres mayores  seguirán en sus internados, y no tienen –literalmente– ni para zapatos.

«¿Por qué me he metido en este lío?», me pregunto. «Kwetu, los niños que vuelven a la calle, esas vidas tristas de pobreza salvaje, los 1,5€ diarios de sueldo de personas buenas que no saben hacer nada, el presentismo radical que impone la pobreza…». Interesantes motivos para el desánimo. Absurdos también: cada uno de estos, desde Víctor a Emmanuel, Dammaris o Peter o Stephen o Lucy o Esther o Millicent o Roberto o Michael o la recién llegada Vera, merecen esa apuesta.

Millicent, de 5 años, hija de Jane

 

3) Dos llamadas

Al rato recibo dos llamadas. Primero la de Meshack Omondi. Se han ido de Kibera, han vuelto a vivir en el pueblo: él, que sufrió tanto en alguna de sus escapadas de casa –le violaron–, la madre que se enocontraba desbordada por la desesperación y la vida, los otros dos hermanos, la ausencia de los distintos padres de esas criaturas. Me dice que es feliz. También que no tienen los 19€ que necesitan para el transporte desde el pueblo hacia la escuela.

La segunda es de Austin, mi ‘hijo’ adolescente. No lo tenemos facil: huérfano total, sufrió un serio trauma tras la desaparición de su padre. Además, los años en la calle han hecho mella en su capacidad de concentración, en su estudio, y con frecuencia en su facilidad para meterse en líos. Se ha escapado a veces, me ha engañado otras, pero siempre encontrará nuevas oportunidades, hasta que vea que realmente le merece la pena cambiar. Hace dos meses se escapó de la escuela (internado) por culpa de un robo que había perpetrado. Desapareció por tres semanas. Su tía, que se llama Priscillar pero es paciente como Penélope, le recibió de nuevo. El tonto de él me llamaba con miedo, por si no quería yo hablar con él. Hemos quedado en vernos mañana, en rehabilitar la parábola del hijo pródigo (me toca el papel de padre, y cubrirlo de besos) porque me ha vuelto a prometer, literalmente, «No volverá a pasar, de verdad, estudiaré en serio». ¡Querido Austin!

 

4) La infancia de Tobías

Cuando me ha llamado marchaba yo con Tobías Oloo y con su hija Joan para visitar el posible colegio de la niña, que pasa a secundaria. Las clases ya han empezado y todavía están en eso: el providencialismo es lo que tiene, que nos empeñamos en ganar la lotería sin comprar el décimo. Me llevan a un colegio precioso, pero carísimo para los estándares del país: solo los grandes sueldos pueden permitírselo, y Tobías (un pastor en una iglesia en Kibera que se gana la vida como mantenedor en el mayor hospital del país) no es uno de ellos. Para evitar el chantaje emocional le aseguro que pondré de mi propio bolsillo el 50% de lo que cueste, pero seguidamente recomiendo a Tobias que busque un centro más económico (sé que ellos no pueden costear el otro 50%). Me encargaría yo encantado de la educación de esta niña (la quiero como a una hija), pero sé que no es lo que debo hacer.

Tobías con su hija Joan, buscando colegio

Durante el viaje me cuenta Tobías algo de su historia. Viene del Oeste, de Migori, en la frontera con Tanzania. Su padre murió cuando su madre estaba embarazada de él. Esta mujer, por leyes sociales de la zona, tuvo que casarse con el hermano de su marido, un polígamo. Sería la 9ª esposa de un total de diez. Iba a ese matrimonio con tres hijos propios. Sabía que eso era malo, pues su nuevo marido tenía unos 100 en total, y el pastel a repartir era tan exígüo que la madre sabía que las otras esposas matarían a sus hijos para que no se llevaran nada. Tras mucho suplicar, el marido la dejó marchar a otra zona, donde esas arpías no pudieran acercarse. La infancia de Tobías, siempre en privaciones tremendas (se daba por hecho que ir al colegio era algo innecesario para alguien destinado a trabajar en el campo) transcurrió con ropa rota y sin zapatos hasta los 20 años. Nunca tuvo un padre, y quizá por eso le cuesta tratar a sus hijas. Además, muchos de estos familiares se dedican a la brujería: he visto a la pequeña Joan temblando cuando me narraba el miedo que le dan algunos de sus parientes, y la envidia que sabe que les causa el que ella viva con sus hermanos en Nairobi. «Pueden maldecirme, ¿sabes? A mi padre le maldijeron y se quedo paralítico durante una semana», me cuenta llorosa. Yo le digo que se deje de historias, que tenemos a Dios de nuestro lado, que Dios es su padre y la quiere con locura y ya no hay nada que temer. Sus ojos inmensos me dicen que le encantaría creerme.

A los 20 Tobías pudo enrolarse en Young Civil Service, un cuerpo casi militar que ofrece formación profesional a los que participan. Allí aprendió todo lo que sabe y, tras los 18 meses de servicio, empezó a trabajar de mantenedor en el hospital donde sigue ahora. Poco más tarde sintió la llamada para ser pastor, se formó en una universidad, conoció a Judy, que ahora es su mujer, y la madre de Judy le permitó que como dote presentara solamente lo que equivale a 300€, una auténtica ganga.

De vuelta de la visita les he pedido que me dejaran en un lugar del que yo sabía que partía un sendero hacia mi casa. Así podrían evitar el atasco, y yo estiraría mis piernas. Se han ido. Resulta que el sendero ha sido cerrado hacia la mitad. Me he visto obligado a caminar por las vías del tren, las que inexorablemente entran en el slum de Kibera. Pasaba poca gente por ese paisaje (un milagro rural en mitad de la gris Nairobi), y yo me preguntaba de nuevo ‘¿Qué hago aquí?’. En el corazón de África, aconsejando a un pastor cómo mejorar con su familia, cuidando de una niña de 14 años que no sabe dónde seguir estudiando, charlando y compartiendo tazas de té con personas que no llegan a ingresar 60€ mensuales, decidido a lo que sea para mejorar la vida de los niños abandonados del mundo. Los demás viandantes, todos negros, me saludaban educadamente. «Habari!», me ha gritado una mujer desde una chabola. «Musuri!», la he contestado yo, sonriendo: ‘¡Hola!’, »Buenas tardes!’, es el significado de nuestra conversación.

 

5) ¿Y de verdad soy distinto?

Me decía Sister Carol: «Javier, tú eres distinto. A nadie les importan estos niños, y en cambio ellos te conocen y te quieren porque perciben perfectamente el cariño que les tienes. Eres alguien especial». Yo contesto que no es verdad. «Ocurren dos cosas, Sister. Primero, sin duda, que como católico sé que cada uno de estos pequeños, que cada persona, ha sido querido infintamente por Dios, y se merece por tanto todo mi cuidado: ¡no hay personas de segunda clase! Segundo: en mi país no hay niños en la calle. Lo que pasa aquí me descoloca tanto que sé que no puedo pasar sin tratar de hacer algo. Y como yo, de verdad, son todos los que me ayudan, muchos de los cuales hacen un esfuerzo importante para poner su grano de arena en forma de donativo (algunos puñados, porque pueden y quieren) para que al menos la vida de unos pocos sea mejor. No soy especial. Cualquiera con dos dedos de corazón lo haría».

Y sé que no estaba mintiendo. Ni sobre mí, ni sobre vosotros.

Cuanto más gente que nos ayude me ayudéis a encontrar, más niños apoyaremos y mejor podremos apoyarles.

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