Familias…

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Benjamin y abuelo

Karibu Sana trabaja con niños, y en consecuencia con familias. Permitidme que os presente a algunas, apenas un botón de muestra…

 

Benjamin Kipetaa y los masai

Cuando se habla de Kenia a menudo se piensa en la tribu masai. En realidad es bastante minoritaria, pero tiene un especial regusto por el peso que la tradición conserva entre sus miembros. Muchos viven en la zona del Masai Mara, destino habitual de turistas. Suyas fueron también las tierras donde se levanta ahora Nairobi: una antigua zona de marismas ahora hecha asfalto por la que conservan su derecho a cruzar con sus vacas (con el consiguiente caos de tráfico).

A Benjamin le conocí en una excursión que organizamos para los 120 niños de Kwetu. Sencillamente se unió a nosotros, con sus cuatro perros marrones, que le siguen a todas partes. Me llamaron la atención de inmediato sus inmensos dientes (que distinguen a sus padres y hermanos también), así como su simpatía, su voz rasposa y su habilidad con los idiomas (se comunica perfectamente en masai, swahili e inglés, pudiendo pasar de uno al otro sin ninún tipo de trauma). Comenzamos a charlar y me di cuenta de inmediato que Benjamin era para nosotros. «¿Viven lejos tus padres?», le pregunté. «Aquí al lado», respondió. Decidí acompañarle, pues nuestra excursión apenas había durado 10 km. El ‘al lado’ eran otros cinco, de modo que con la vuelta se hicieron 10, matando por completo mi espalda y mis pies.

Algunos niños del poblado de Benjamin, asustados por el blanco
Curiosidad, boñigas y belleza

La familia vive en una comunidad masai, en magnatasesas casas elaboradas con estiercol de vaca y maderas, y techo me acero ondulado. La de Benjamin, gracias a Dios, era toda de metal: dentro la temperatura no bajaba de 40º. Conocí a los padres, ‘adopté’ a Benjamin y a su hermana, y empezaron a ir al colegio que dirigen las sisters de Kwetu. Sus padres son muy pobres. Él pastorea ganado por estas tierras yermas, caminando durante kilómetros cada día hasta que da con pastos. Las vacas y las cabras viven con ellos, llenando el lugar de un aroma intenso. Y es que en su tradición las vacas lo son casi todo: comparten sus vidas y son útiles n tanto para el comercio de carne como para concertar matrimonios. Cada hija supone una dote, y quien tiene un buen rebaño es considerado rico. Me dijeron que apenas sacrifican una vaca al año por familia, y que de hecho muchas mueren de viejas.

Javier y el Abuelo

En mi último viaje, hace poco más de una semana, me cité con Benjamin en Ruai, la casa grande de Kwetu. Vino con otro hermano, más pequeño y de dientes inmensos. Al atardecer nos dirigimos en coche hacia su casa. Yo llevaba tiempo guardando en mi corazón la propuesta de invitar a los padres a que tomáramos cuidado también de los dos hermanos que todavía no estudiaban con nosotros. En la puerta de su magnata estaba el abuelo. «Tiene 120 años», me aseguró orgulloso Benja, y al verle le creí. El hombre, con sus lóbulos tremendamente alargados en los que lucía unos preciosos pendientes, golpeaba con el machete unos maderos, como esperando a que pasara la vida. Yo estaba rodeado, como siempre, de una nube de niños, entre divertidos y asustados. La madre de los 4 hermanos me esperaba dentro de su casa. Me regaló un collar hecho por sus manos, una pieza colorida y hermosa en la que había invertido muchas horas. A eso, y a buscar leña, cocinar, cuidar de los niños y de la casa, se dedican las mujeres masai. De la pared interior, en esa estancia pequeña con tres sobrias butacas (no sé si los niños duermen en el suelo) colgaban dos posters: uno de Jesucristo en distintas escenas del Evangelio, otro con el listado en inglés de los 10 mandamientos.

Al cabo de tres días el padre de Benjamin se acercó a Strathmore, a formalizar la ayuda a sus otros dos hijos. Es un hombre de una humildad tremenda, que se fundió en un abrazo agradecido conmigo (¡con nosotros!). Se había puesto sus mejores galas, que no conseguían disimular su origen de pastor sencillo: una chaqueta oscura con la tela rota en la juntura de mangas y hombros, que me pareció el traje más noble del mundo.

Mama Benjamin, el collar y al fondo los Mandamientos

Suelo bromear con Benjamin. Cuando me comentó que va al colegio con transporte escolar, salvando así los 5 kilómetros que me hizo andar en nuestro primer encuentro, me ‘burlo’ de él y le llamo kikuyu. «¡Un masai no se cansa al andar!, ¡tú eres kikuyu!». Ante eso se revuelve, divertido, como una pequeña fiera: los masais son orgullosos de lo propio, y en su extrema pobreza parece gente muy unida y profundamente feliz.

«Me asombran estas personas. Son tremendamente auténticas: ¡cómo aman sus traduciones!». Así se expresaba Stephen, uno de los kenianos que me acompañó en esta última visita.

 

Nancy y Mama George

En Kibera es normal referirse a las madres con el nombre de sus hijos. Mama George se llama en realidad Alice. A mi me gusta compararla con la CIA, pues se trata de una mujer extremadamente informada de lo que hace todo el mundo, sin demasiados escrúpulos para inventarse los elementos necesarios para que sus explicaciones cuadren. Si quieres saber algo de las familias a las que ayudamos, pregunta a Mama George, y luego réstale todos los elementos de ‘realismo mágico’ que quieras, y así te pondrás al día.

Mama George quiso inmortalizar mi visita, con Patrick

Yo creia que era madre de dos niños: George y Joshua, al que llama ‘El Negro’ por el color más marcadamente oscuro de su piel. Su marido murió al poco de nacer George, en los conflictos post-electorales de 2007, a machetazos. Cuando les conocí ella acababa de salir de prisión, donde pasó 4 meses por robar en un mercado comida para que sus hijos se alimentaran. Eran tan pobres que dormían en el suelo, y algunos meses se vieron obligados a tener como techo las estrellas, pues no podía pagar el alquiler de 15 euros que el landlord les exigia por su chabola.

La he vuelto a ver en este viaje, y casi todo ha cambiado. Hará cosa de 8 meses que le hicimos un préstamo de 20.000 chelines kenianos (unos 170 euros). Con ellos compró carbón. Con el dinero del carbón compró ropa de segunda mano, y a partir de la venta de esta ropa su poderío económico no ha dejado de crecer. Ha dejado la chabola anterior y ahora ocupa dos habitaciones en Kibera, amuebladas, con un espacio donde poder dormir. Además la zona es mejor, «y solo es el principio». Aprovecha la ocasión para presentarme a su hija mayor, que yo no sabía ni que existía. Esta acaba de tener dos niñas gemelas. «Vive con su marido en Mombasa, en la costa, y he podido pagarle el viaje para que venga a verme por Navidad».

La hija y las nietas en la nueva casa

Ahora llevamos a sus dos niños a una boarding school, un internado. Pero ella ha puesto los recursos para comprar uniformes y cuadernos. «También quiero empezar a devolver el crédito que me diste, para que podáis ayudar a más personas», me cuenta. Quedamos en que este mes entregue el equivalente a 17 euros. Ella está orgullosa de saldar sus deudas.

«Javier, me habéis cambiado la vida. ¡Os estoy tan agradecida», indica. Y luego empieza a relatarme el who is who de las familias a las que ayudamos. No puedo no recordar a la Susanita  de Mafalda.

George y, al fondo, Victor

Nancy es una kikuyu a la que casaron a los 16 con un anciano masai. Este falleció cuando tenian cinco hijos, siendo Winslet, la pequeña, apenas un bebé. Ahora Winslet es una adolescente muy guapa que tenemos en otro internado. Su hijo mayor murió el año pasado en un accidente de moto. Nancy cuida de la viuda y de sus dos nietas. A la mayor, Immaculate, de apenas 6 años, la llevamos al colegio.

Nancy en su nueva casa de Kibera

Ayudamos a Nancy con un préstamo para empezar con una granja de gallinas en el trozo de tierra que le dejó por herencia su marido. Empezó con 100. Vendió huevos y después todas las gallinas. Con el dinero que ha sacado se compró un ‘edificio’ de 10 habitaciones en Kibera. Ya ha alquilado todas (7 a una escuela) menos la que ha guardado para sí. Con el dinero de estos alquileres se comprará en febrero 200 gallinas, con idea de seguir doblando su capital.

Nancy y su proyecto inmobiliario.

Le hemos pedido que desde este mes empiece a devolvernos el préstamos (en este caso algo más de 1.000 euros), para que así podamos seguir con nuestra espiral de desarrollo.

 

La familia Njeri

Termino con ellos. Les conocí a raíz de su hijo Peter, uno de tantos niños de Kwetu. «Me escapé de casa porque pasábamos hambre, y pensaba que era por mi culpa», me dijo hace dos años.

Un día me encontré con la madre en Kwetu. «¿Te podemos ayudar con la educación de tus hijos?», pregunté. Aceptó encantada: tenían 9.

Damaris, la mayor, y Peter, están en internados. Stephen ha dejado de estudiar, porque no es lo suyo, pero cuando cumpla los 18 podremos enviarle a Eastlands College of Technology, un centro de formación profesional en el que podría aprender a ser mecánico.

Peter. Se tatuó tres lágrimas en la mejilla arrepentido
Con Peter, Judy y Esther, en Strathmore, hablando de los colegios

Las pequeñas son impresionantes. Me vinieron a ver en este viaje tras mandarles dinero para los billetes de matatu (las furgonetas descacharradas que hacen de transporte público en Nairobi). Una de ellas, mi querida Esther, de 10 años y capaz de hablar en un elegantísimo inglés, me pidió hablar conmigo en un aparte. Nos sentamos. Me dijo: «Prométeme que me harás el favor que te pido». Prudentemente le respondí que primero necesitaba escuchar su petición. «¡Prométemelo!», me insistió. «¿Qué quieres?». Y entonces lo dijo:

«Quiero irme contigo mañana a España. Quiero vivir contigo, que me lleves allí al colegio y que cuides de mí. Volveré a Kenia para hacer la carrera, pero por ahora necesito que me lleves a tu lado».

10 años. La miré a los ojos. Llevaba un precioso vestido gris, largo, y un pañuelo de naranja fuerte en la cabeza (pertenecen todos a una secta protestante que anima a las mujeres a llevar el pelo siempre cubierto, y así lo hacen desde que son bebés).

«Esther, ¡no puedo!»

«¿Por qué?»

«Por que lo dice la ley. Si te llevara conmigo al aeropuerto a ti te devolverían a casa y a mi me detendrían. Es imposible».

Con Esther, llorosa porque no se vino a Madrid

Inmediatamente rompió a llorar desconsolada.

«¡Llévame contigo! ¿Por qué no puedes? ¡Llevame!».

La consolé como pude. Prometí seguir cuidando de ella, de sus hermanos, y que cuando fuera ya mayor a lo mejor me la traía a España para hacer la carrera, que no podría olvidarla, que tenía en sus manos mi promesa. Eso la tranquilizo.

Al día siguiente, a través del increible trabajo de mi mano derecha en Kenia (Michael Babu) nos enteramos de que sus padres nos trataban de engañar con las matrículas de los colegios: habían llegado a un acuerdo con el administrador de un colegio que había preparado una ‘fee structure’ (un papel con los precios) tremendamente hinchado para repartirse entre ambos el superhabit. Entiendo yo que la situación de esos padres es desesperada (él fue despedido de su trabajo por alcohólico, ella me dijo que ingresa cada día unos 4 euros tras diez horas de trabajo…), pero aún así han roto la necesaria frontera de la confianza.

Entiendo ahora mejor las lágrimas de Esther. Y llevo varios días, junto con Michael, tratando de dilucidar cuál es en estas circunstancias el significado de la palabra ‘justicia’.

 

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